Lograr representación y visibilidad de quienes están al margen de las esferas sociales, precisamente por el lugar al que han sido relegadas de manera histórica, ha sido un proceso de siglos que en muchos casos aún no ha terminado. La política, la academia, los deportes, el entretenimiento y muchos otros ámbitos de relacionamiento y posicionamiento social han tenido puertas abiertas para unas personas, pero caminos estrechos y llenos de obstáculos para otras. El arte no ha sido ajeno a esa dinámica de exclusión.

Pensar en referentes artísticos de la historia moderna implica necesariamente hablar de hombres, son ellos los apreciados, los investigados, los criticados. Son ellos quienes han tenido acceso a recursos y plataformas para crear el álbum de las grandes obras que destacan en la pintura, la música, el cine, el teatro, la escultura.

Las mujeres en el arte, hasta el siglo XIX, habían sido relegadas a lo que Martínez (2011) nombra como “artes menores”, y que incluye actividades como las artesanías, los bordados, tejidos, tapices. Manifestaciones artísticas que aún hoy no cuentan con el reconocimiento que otros tipos de expresiones artísticas tienen; son consideradas actividades aficionadas que se comercializan con facilidad. “Expulsar unos tipos de arte supone también expulsar unos sujetos hacedores de arte”, explica Martínez (2011).

Europa, que históricamente ha sido el parangón de la creación artística, ha sido también referente de las múltiples exclusiones que han sufrido las mujeres en ese ámbito. De acuerdo con Martínez (2011), cuando se fundaron las academias de arte en Europa en los siglos XVII y XVIII, las mujeres debían pagar más dinero para ingresar, y hasta finales del siglo XIX a las mujeres artistas se les prohibió acceder a modelos desnudos.

Aún así, a pesar de las muchas dificultades que las mujeres encontraron para hacerse a un lugar en un medio tan excluyente como el de la creación artística profesional, muchas continuaron con su objetivo de convertirse en grandes artistas y sin saberlo, pavimentaron el camino para que muchas otras mujeres, aún siglos después, pudieran acceder a una porción del reconocimiento que los hombres habían acaparado.

Es aparentemente claro, tomando como ejemplo la Francia del siglo XIX (país que posiblemente tenía una mayor proporción de mujeres artistas que cualquier otro, es decir, en términos de su porcentaje en el número total de artistas que exhibían en el Salón), que “las mujeres no se aceptaban como pintores profesionales”. A mediados del siglo, únicamente una tercera parte de los artistas eran mujeres, pero aun esta estadística ligeramente estimulante es decepcionante cuando descubrimos que de este número, relativamente magro, ninguna había asistido a ese gran trampolín del éxito artístico, la École des Beaux-Arts; únicamente 7 por ciento había recibido encargos oficiales o había tenido un puesto público —y éstos podían incluir las labores más serviles—, sólo 7 por ciento había recibido una medalla en el Salón y ninguna había recibido jamás la Legión de Honor. Privadas de estímulo, de facilidades educativas y recompensas, es casi increíble que un cierto porcentaje de mujeres sí perseveró y buscó una profesión en las artes (Nochlin, s.f, pág 32)

No fue sino hasta mediados del siglo XX que el arte hecho por mujeres logró ocupar un lugar en el álbum de las grandes obras. No fue un logro fortuito, casual, ni mucho menos se trata de un lugar cedido. Ese espacio fue conseguido gracias a la consolidación de una forma de hacer arte específica de las mujeres y sobre las mujeres.

Desde la década de los 60 del siglo XX las mujeres se enfrentaron desde todos los ámbitos a la transformación de los estereotipos y de las normas sociales. En este contexto de transformación que vivimos desde entonces, las mujeres artistas no han dudado en visibilizar los conflictos de nuestro tiempo. A través de sus obras han mostrado la violencia hacia la mujer y han iniciado nuevos caminos para buscar nuevas narraciones que den respuesta a un drama en el que al menos a través de su representación se atisbe la posibilidad de no construirse en un irremediable «trágico final» (Martínez, 2014, pág 37).

Por supuesto, la aparición de esas obras, que evidenciaban una violencia antigua pero invisibilizada, estuvo estrechamente ligada a los avances que el feminismo representó para el movimiento de mujeres. La aparición del pensamiento feminista, apoyado por obras como El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir, fue la puerta de entrada a reflexiones sobre el papel de las mujeres en la sociedad y presentó una idea revolucionaria para ese momento histórico: el lugar que ocupan las mujeres es una imposición, no de la biología, sino del poder patriarcal que se manifiesta en ámbitos como la educación, la ley y la economía.

Estos primeros momentos de toma de conciencia, de visibilización y al tiempo, de plantearse la necesidad de contar la experiencia de las mujeres desde otro punto de vista, no podrían explicarse sin tener en cuenta la relevancia de los colectivos de artistas feministas.  Estos  colectivos  fueron  modelos  para  colectivos  posteriores.  A  partir  de  las  críticas  feministas  a  la  noción  tradicional  del  arte  se  puede  entender  la  importancia  de  concebir  otras  propuestas  creativas  en  las  que  el  colaboracionismo  y  el  activismo  estuvieran presentes en la misma concepción del proyecto. Proyectos que les permitían incidir en reivindicar una posición no testimonial dentro del espacio artístico, en reivindicar la igualdad y rechazar su situación discriminada dentro de la sociedad y dar forma a una visión positiva de la identidad femenina. (Martínez, 2014, pág 42)

Esas reflexiones que comenzaron a tener un lugar en el debate público, transformaron también las creaciones artísticas de las mujeres. No fue el seguimiento de los cánones ya establecidos el que logró posicionar el “arte de mujeres”, sino la transgresión de estos hacia unas nuevas maneras de entender las posibilidades artísticas.

Respondiendo a las definiciones excluyentes de arte y a las fronteras que aislaban y mantenían al margen a las mujeres, surgió, a finales de la década de los sesenta en Estados Unidos, el arte feminista. En la década siguiente, se popularizó y floreció en otros lugares del mundo. Este arte implica transgredir la tradición vigente, de modo que se produzcan "conocimiento/artes útiles y accesibles. En el camino se replantean "utilidad", "usos" y accesibilidad, rompiendo límites y jerarquías tales como estética/ética, cultura/naturaleza, arte/ecología" (Walsh, 1998, pág 112). (Martínez, 2011, pág 70)

El replanteamiento de los valores que hasta entonces habían guiado la creación artística, estuvo marcado por una premisa que introdujo el feminismo y que configuró la forma de hacer arte feminista. “Lo personal es político” se convirtió en una bandera que les permitió a las mujeres hablar de las victimizaciones que habían sufrido por siglos en silencio; puso de manifiesto que hablar de lo que ocurre en la intimidad, de lo que le pasa al cuerpo, era fundamental para entender el punto de vista de las mujeres, para lograr crear una perspectiva de las mujeres en el arte.

Los movimientos feministas, las artistas y las escritoras desencadenaron a partir de su propuesta «lo personal es político» un arte interesado en temas en los que se incluía el sexismo, los derechos respecto al cuerpo de las mujeres, la violencia sexual y doméstica, el SIDA y todos aquellos que tienen relación con la experiencia de la vida desde el nacimiento hasta la muerte y el paso por la vejez. Visibilizaron a un cuerpo vivo que transcurre a través del tiempo (Martínez, 2014, pág 45)

Poner en el debate público las violencias a las que eran sometidas las mujeres fue la base para la consolidación del arte feminista que se ha ido transformando en las décadas siguientes y que se ha presentado como una alternativa de resistencia ante las violaciones de derechos humanos que cada tanto adquieren fuerza por el resurgimiento de movimientos y políticas que tienen como bandera la discriminación y el odio.

«Lo personal es político» se convirtió en lema del feminismo de los años 60 y 70. Todos aquellos temas que afectan en lo privado a las mujeres –sexo, familia, género, violencia, maltrato, libertades y derechos– fueron asuntos de debate social y público. A lo largo de estas últimas décadas las artistas mujeres han visualizado desde distintas ópticas y posiciones la necesidad de transformar los lugares institucionalizados del sometimiento y la humillación. La lucha contra situaciones de discriminación sexista y racista volvió a resurgir en la década de los 80 especialmente por el neoconservadurismo americano, que estaba de nuevo prohibiendo las libertades adquiridas. (Martínez, 2014, págs 43-44)

La consolidación del arte feminista coincidió con una reflexión generalizada sobre la marginalización que tuvo lugar en el estudio de las ciencias sociales, que hasta entonces había considerado múltiples formas de exclusión pero había dejado por fuera, por ejemplo, la que sufrían y siguen sufriendo las mujeres.

El concepto de “marginación social”, pese a que se refiere a fenómenos tan antiguos como a los de exclusión, tiene una aparición mucho más tardía en las ciencias sociales y se vincula a sectores, como las mujeres, que tienen una presencia forzosa, aunque desvalorizada en la estructura social. Lo incorpora la escuela de Chicago a finales de la década de los sesenta en trabajos como los de Park (1967), que se centra en los desplazamientos, o el de Dickie Clark (1966) que analiza la exclusión en las relaciones sociales. Según lo propuesto por Teresa San Román (1990) la marginalización tiende a colocar a ciertos colectivos o sectores sociales en posición desventajosa con respecto a aquellos que detentan el poder. Tal sería el caso de los campesinos, minorías étnicas o mujeres (en general todo lo que se suelen denominar subculturas). (Dolores, 2002, pág 30)

En conclusión, pensar en la historia de las mujeres en el arte implica el reconocimiento de la posición desigual y de desventaja que estas han ocupado particularmente en esa esfera. La política ha tardado décadas en reconocer la violencia contra las mujeres, han sido otros mecanismos, como la representación artística, los que han logrado posicionar un debate sobre el rol que lo femenino ha ocupado en la sociedad. Aún es difícil responder preguntas sobre las grandes mujeres artistas de la historia: ¿Dónde están? ¿Qué han hecho? Empezar por entender el camino lleno de obstáculos que han tenido que atravesar es un buen punto de partida para hablar de la discriminación de las mujeres en el arte.